Fotografía: Francisco Álvarez

Glera

Los amigos no se besan en la boca, ¿sabías? Me dijiste al día siguiente sin preámbulos ni anestesia…

Noe Martínez / PALABRAS OLVIDADAS

La vida está llena de primeras veces, instantes iniciáticos que, sin saberlo, ponen marca de agua a todo lo que vendrá después. Momentos ígneos que se acomodan en medio de otros tantos que ni fu, ni fa, pero tan necesarios para que, cuando el destino accione una tecla al azar y tu cabeza se convierta en una caja de música con su bailarina con tutú girando y girando, aquellas emociones, aquellos remordimientos, aquellas ganas, aquellos miedos y aquellas ilusiones de lo que una vez fuimos, refuljan en medio de la nada. Porque para brillar hacen falta las tinieblas de la eternidad, todo lo que me sucedió después de ti, es ya pasto de leyenda. Con su castillo, su caballero con armadura, su dragón que escupe fuego cuando no lee a Benedetti. Todo lo que sucedió después de ti, amor, es una glera escarpada y sinuosa de parada única: tú. Siempre y despiadadamente tú.

– A mí estas reuniones navideñas post parto me matan… – Te ríes, buscando mi copa para brindar.
– Post grado, Andrea – Me río también, porque jugar con las palabras es parte de tu encanto.
– ¿Tú entiendes que se nos ha perdido a ti y a mí, rodeados de todos estos señores que ya no reconocemos? – Haces pucheros, cómica, mientras finges alegrarte de ver a alguien, sin acercarte.
– ¿Quieres la extended version o te vale la verdad a medias…? – Le doy un trago a mi copa buscando arrestos en caso de que optes por el plan B.
– A mí, tus verdades a medias siempre me han fascinado…
Me miras a través del cristal de tu copa mientras bebes. Tu boca entre los hielos y el limón a la deriva se me antoja metáfora perfecta, ansiado postre y colofón fin de fiesta. Pero hace tanto tiempo que hemos superado lo de atraernos, que remover aguas turbulentas empieza a sonar a estribillo de canción de verano, ese one hit imprescindible en la playlist de cada agosto, pero que en octubre muere sin lagrimitas de cocodrilo. ¿Y sabes qué me pasa contigo, Andrea? Que a veces dudo de que tú lo percibas igual que yo. Otras, las menos, sé que no puedes sacarte de la cabeza la melodía que lo envuelve todo en cuanto compartimos espacio y tiempo. Y son esas veces las que vuelven a mí las inseguridades y las ganas de convertirlo todo en incendio, en pira de llamas desafiantes al cielo, a tomar por culo la cordura, lo que está bien y lo que hemos establecido. Son esas veces en las que tengo un enjambre de abejas zumbando en las costillas en las que entiendo que hay planes que no son de emergencia, sino de contención: aquello que tuvimos, fue. Fue, Andrea. Y por más que pongamos bajo llave lo sentido, ¿quién puede cegar el sol con un dedo?
– A ver esas medio verdades, señor de más de cuarenta… – Sonríes, jugueteando con la condensación del vaso. Hace demasiado calor para todo…
– ¿Nunca te han dicho que tengas cuidado con lo que deseas porque a lo mejor se cumple…? – Apoyo un brazo en la pared en la que estás retrepada. Me encantaría improvisar para ti una jaulita de jilguero, un tabique de extremidades de las que salir indemne no te fuese tan fácil, pero temo que un paso en falso, dé al carajo con el momento.
– ¿Nunca te han dicho que hablas demasiado para lo bien que besas…?
¿Perdona…?
¿Per-do-na…?
¿P-e-r-d-o-n-a…?
Aquello de Darío, dejemos de darle cuerda a las manecillas: lo que tú dices, nunca existió más allá de tres copas y dos besos de madrugada. No digo que no te falte razón, Andrea, que si hablamos de número, tres y dos son cinco, aquí y en la China. Pero para mí, aquellos dos besos robados a la casualidad y a un ‘me gustas más y muero’, fueron mucho más que una suma sin llevar. Jamás fuimos capaces de hablar de ese momento como algo delicioso y esperado. Jamás lo hicimos, porque hacerlo sería avivar ascuas aun prendidas. Los amigos no se besan en la boca, ¿sabías? Me dijiste al día siguiente sin preámbulos ni anestesia. Y no compartiendo del todo tu teoría, entendí que no había vuelta atrás, ya todo un sin remedio. A pesar de que para un beso hacen falta dos. A pesar de que para un beso hacen falta dos que se tengan ganas. A pesar de que para un beso hacen falta dos que se tengan ganas, muchas ganas. Así que, infligir realidad a lo mágico, me dejó sin argumentos válidos para defender lo único de lo que he estado seguro en los últimos años: esa boquita es mía…
– Podría besarte ahora mismo hasta bórrate los labios, ¿lo sabes, verdad…? – Asientes con la cabeza, mientras le das un trago a la copa.
– Pero no lo harás, porque una vez más yo diré alguna gilipollez de las mías… – Te besas el dedo índice y lo posas en mi boca. Tus besos a distancia también me saben, Andrea…
– Eso tiene fácil solución. Shhhh… – Te sello los labios con mi dedo.
– Darío: ¿tú recuerdas aquel beso?
Dejo caer mi frente sobre la tuya, no sé si creyendo en la ósmosis de mis pensamientos. ¡Que si recuerdo el beso aquel…! Con dedicación de lutier recreo en mi cabeza ese momento desde entonces. Lo reviso desde todos los ángulos, como si todo fuese una peli rodada en plano secuencia. Metraje de corrido y sin interrupciones, teoría heliocéntrica en la que todo gira entorno a ti. A mí. A lo que nos traemos entre manos, melé de extremidades que se aferran a la idea de atrapar momentos a bocados, por favor, que el tiempo se detenga, con nosotros dentro. No soy un niño, Andrea. He tenido historias e historietas, pero los años dan el cuajo para saber cuando estás delante de la que despega los pies del suelo. Quizá por eso tu obstinación por anular lo sentido aquella madrugada de agosto, hace hoy ya cinco años. Negarlo fue tanto como poner tabiques al infierno: no hay encofrador que pueda con la fuerza de lo que arde. Aun así, asumí como verdad lo que tú decidiste: mejor eso que perderte. Llámale egoísmo, estupidez o cansancio, pero cuando los molinos son tan grandes, conviene ponerse a cubierto del hostión de las aspas.
– ¿Y tú, lo recuerdas tú…? – Te digo, atrayendo tu cintura contra mí. No tienes edad para roneo, Darío, me susurra el ángel malo que siempre llevo sobre mi hombro. Calla, cabrón, que me desconcentras…
– Aun puedo olerte si cierro los ojos, idiota… – No sé si es cuestión de piel o qué, pero yo también puedo hacerlo, Andrea, y lo hago cada noche desde entonces.
– Pero los amigos no se besan en la boca… – Te parafraseo. Hablar sobre tus labios es un deporte cardiovascular cojonudo. Pulsaciones nivel olímpico en cero coma.
– ¿Sabes qué…? Yo ya no quiero ser más tu amiga. No me sale bien…- Me coges la cara con las manos. Tienes los dedos helados, tacto de sirena.
– Bobita…
No quiero hacerlo ya, que este va, no va es deliciosamente delirante, pero tenerte tan cerca me lo pone difícil. Y ese beso mil veces recreado, sucede otra vez. Con idéntica carga viral, de eso que sabes que de esto no sales sin pupa el pecho, a mí todos los males que tú me des. Con la misma subida y bajada en montaña rusa, estómago taconeado por el cuerpo de baile del tablao La Pacheca. Con total seguridad de que eres tú y namás. La foto perfecta, esa que por encuadre, por luz, por actitud y por derecho, convierte un beso en el beso. No sé si mañana seremos amigos, enemigos o medio pensionistas, Andrea, pero a mí ya, con este remake de aquel agosto dorado, ya me vale. Que solo el necio confunde el valor con el precio, ya lo decía Antonio Machado. Sea lo que sea, amor, de este beso, una vez más al cielo… ¿Te vienes conmigo?
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